LA BIBLIA DE BORGES – Bibliotecarios de Babel

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SESIÓN 3: BORGES, UN DISTINTO

Monismo ontológico

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Por Esteban Pinotti

Borges: el universo en un hilo

Raíz única de lo múltiple

En Borges nada de lo que se dice es inocente. Por eso toda sospecha es fértil. Hay intuiciones que se deslizan sin estridencias en un verso, en lo no dicho de un cuento, en la costura secreta de una imagen. El monismo en Borges me llegó así, como una persistencia subterránea que no se nombraba de modo directo, pero que se dejaba sentir entre líneas.


En sus cuentos y poemas aparecía una sugerencia constante —y silenciosa—: la idea de que toda diversidad, los mundos y los tiempos que su literatura convoca, responden a una sustancia única, a una raíz indivisible. Tardé en reconocerlo. Fue un presentimiento más que una idea. Primero me inquietaron sus espejos. Luego vinieron los laberintos con su secreto centro, después los ríos convergentes en un mismo mar y los dobles que se buscan para encontrarse. Cada símbolo parecía insistir en lo mismo: la multiplicidad como rostro visible de una unidad profunda.

Ese presentimiento me llevó a buscar otros ecos. Empecé a leer a Spinoza, fascinado por su idea de un Dios que es, al mismo tiempo, la naturaleza entera. Más tarde encontré en los estoicos una noción similar: el cosmos como un tejido ordenado por una razón común que nos atraviesa. Y en las tradiciones orientales que Borges leía con avidez —el Bhagavad-gita, el budismo, los textos sufíes— volví a hallar esa misma intuición: la identidad entre el yo y el mundo, la ilusión de la separación.
En mi memoria, no puedo deslindar qué llegó primero: si Borges me llevó hacia esas filosofías o si esas filosofías iluminaron mi regreso a Borges. Lo cierto es que, al volver a sus páginas después de Spinoza y de esas tradiciones, las imágenes que antes parecían solo literarias comenzaron a desplegar un trasfondo más hondo. Ya no eran un espejo o un río: detrás de ellos percibía una aspiración a lo uno, un hilo secreto que enlaza lo divino y lo humano en un mismo aliento.


Las palabras directas de Borges terminaron por confirmar aquella sospecha inicial. Un poema incluido en El hacedor (1960), Paradiso, XXXI, 108, ofrece una de las imágenes más reveladoras de su pensamiento:

“El perfil de un judío en el subterráneo es tal vez el de Cristo; las manos que nos dan unas monedas en una ventanilla tal vez repiten las que unos soldados, un día, clavaron la cruz. Tal vez un rasgo de la cara crucificada acecha en cada espejo; tal vez la cara se murió, se borró, para que Dios sea todos.” 


En esas líneas Borges condensa una intuición que atraviesa su obra: Dios se borra para ser todos. La divinidad no se ubica fuera del mundo, sino que se expande en él hasta confundirse con lo humano. Esta intuición resuena en el ensayo “De alguien a nadie”, en Otras inquisiciones. Allí Borges recuerda una carta citada en la biografía de Bernard Shaw escrita por Frank Harris:

“Yo comprendo todo y a todos y soy nada y soy nadie.


Borges comenta:

De esa nada (tan comparable a la de Dios antes de crear el mundo, tan comparable a la divinidad primordial que otro irlandés, Juan Escoto Erígena, llamó Nihil), Bernard Shaw edujo casi innumerables personas, o dramatis personae: la más efímera será, lo sospecho, aquel G. B. S. que lo representó ante la gente y que prodigó en las columnas de los periódicos tantas fáciles agudezas.


Estas líneas no solo profundizan el vínculo entre la nada y el todo, sino que enlazan a Shaw con la tradición mística occidental que Borges conoce y reinventa. La idea del Nihil como origen de todas las formas anticipa uno de los motivos más persistentes en su obra: la disolución del yo como condición para ser todos los hombres, la renuncia a la identidad para acceder a la totalidad. Borges lleva esta intuición a la ficción en “Everything and Nothing”, donde Shakespeare le habla a Dios:

“Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo. La voz de Dios le contestó desde un torbellino: Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estás tú, que como yo eres muchos y nadie.”


La misma intuición alcanza una de sus formas más poderosas en El inmortal. El relato, que Borges describió como “un bosquejo de una ética para inmortales”, narra el destino de Cartaphilus: un hombre que bebe de un río secreto y se descubre condenado a ser todos los hombres. En el centro del cuento, la voz del narrador formula la paradoja del monismo con una concisión inolvidable:

“Nadie es alguien, un solo inmortal es todos los hombres… lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.”

Jaime Alazraki observa que este pasaje condensa el núcleo panteísta del cuento —esa antigua creencia que entiende a Dios y al universo como una misma realidad—: la identidad individual se disuelve en una corriente universal que abarca héroes, demonios, filósofos y dioses. Cartaphilus —como Shakespeare en Everything and Nothing o como el rostro crucificado de Paradiso XXXI— comprende que ser todos implica renunciar a ser alguien. Esa renuncia no es pérdida: es acceso a la raíz común que atraviesa el tiempo y une todas las máscaras, intuición que Borges insinúa en las figuras múltiples del inmortal, en el río que borra identidades y en la repetición infinita del tiempo, sin necesidad de formularla como dogma.

Alazraki explica cómo esta ética se articula en el propio relato: Cartaphilus bebe “del río secreto que purifica de la muerte a los hombres” y, al alcanzar la inmortalidad, accede a la Ciudad de los Inmortales. Allí descubre que “postulado un plazo infinito lo imposible es no componer la Odisea”: Joseph Cartaphilus es Homero y también el tribuno Rufo y todos los hombres —un traductor en el siglo VII, un astrólogo en Bikanir, un jugador de ajedrez en Samarcanda, un suscriptor de la Ilíada de Pope en 1714. En palabras de Borges, “como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy”.

Ese pasaje confirma lo que las otras piezas apenas sugerían: la multiplicidad se resuelve en un solo ser que es todos. Homero, Shakespeare, Dios, Cartaphilus —figuras dispersas en el tiempo— participan de una misma corriente que atraviesa la literatura y la existencia. En esa raíz compartida, el yo se disuelve en un tejido común que lo abarca todo.

Comprendí entonces que aquello que me había conmovido desde el primer encuentro con Borges —sus espejos infinitos, sus ríos que confluyen, sus laberintos que conducen a un “secreto centro” evocado una y otra vez— no eran recursos aislados ni meras invenciones formales. Cada uno de esos símbolos nace de una misma raíz y respira una convicción única: el mundo se ofrece como suma de fragmentos y, al mismo tiempo, como una totalidad que se reitera y se transforma sin cesar. En Borges, lo estético y lo ontológico se entrelazan hasta volverse inseparables: como Dios y el mundo, el símbolo y la idea son uno. Así, los relatos y poemas se vuelven pruebas silenciosas de una mirada más honda: detrás de cada imagen, detrás de cada historia, late siempre la misma intuición de unidad que recorre su obra.


El espejo que nos sueña

(y nunca termina)

Los espejos fueron, para mí, la primera puerta hacia esta intuición del “monismo borgeano”. No los buscaba y estaban ahí. Se repetían. Recuerdo cierto desconcierto inicial ante su insistencia: aparecían en cuentos, poemas y ensayos como una presencia sigilosa —casi como una obsesión—. En cada reflejo había algo más que la imagen duplicada del mundo; se insinuaba un fondo común, una certeza inquietante de que el yo y el otro —o el yo y sus infinitos dobles— formaban parte de la misma trama: infinitas variaciones del mismo rostro que laten en una única sustancia.

En El hacedor Borges confiesa un miedo íntimo:


“Temí que los espejos me mostraran una cara desconocida.”


No se trata, creo, del horror a una deformación, sino de una revelación: la posibilidad de que el espejo devuelva otro rostro —o quizá todos los rostros posibles— en la misma superficie. Esa sospecha se expande en el soneto “Los espejos”:

“Yo que sentí el horror de los espejos
no sólo ante el cristal impenetrable
donde acaba y empieza, inhabitable,
un imposible espacio de reflejos.”


Los versos abren un espacio en el que el yo se multiplica y se deshace: un laberinto de reflejos que no ofrece salida ni centro. Desde entonces, cada vez que miro un espejo siento —inducido por Borges, lo admito— que el espejo no repite: prolonga. Lo que parece límite es, en realidad, una entrada a lo infinito, donde todas las identidades laten en un mismo tejido secreto. ¿No será que cada reflejo contiene a los otros y que todos confluyen en una sola totalidad?


En esa intuición, el espejo deja de ser superficie y se vuelve acceso: puerta hacia un continuo donde una misma sustancia se desdobla en imágenes múltiples. Borges lo sugiere en su ensayo “La esfera de Pascal”, al describir el universo como “un infinito, un centro en todas partes y circunferencia en ninguna”. Los espejos prolongan esa visión.olongan esa visión.

Volviendo al ensayo de Alazraki, observa que en Borges “el espejo funciona como metáfora del eterno retorno y de la unidad del ser: la imagen reflejada no es copia, es repetición de una única realidad que se multiplica en infinitas máscaras”. Esta lectura iluminó para mí otros cuentos como Tlön, Uqbar, Orbis Tertius y Las ruinas circulares, donde el espejo se enlaza con la idea de un mundo que se sueña a sí mismo: cada imagen parece real y, al mismo tiempo, soñada por otra, en una cadena interminable de miradas.

Para mí, la revelación llegó en una relectura tardía. Comprendí que el espejo en Borges no busca contraponer original y copia. Lo que refleja no duplica: continúa. Una única sustancia se despliega en infinitas variaciones. Ante el espejo, Borges intuye que todos los hombres son un solo hombre. Y ese vértigo —el de reconocerse en todos los reflejos posibles— recorre su literatura como un hilo secreto.


Los ríos: el tiempo que fluye y regresa

Ontología líquida

Era una tarde de verano. Viajábamos por el norte de Italia en coche, desde Novi Ligure hasta Siena, entre viñedos, campos y canciones nuestras —costumbres argentinas—. Florencia fue una escala inevitable. Nos detuvimos en el Ponte Vecchio. Recuerdo el Arno: el agua pasaba bajo los arcos como si no perteneciera a ningún tiempo. El murmullo del río parecía antiguo y nuevo a la vez; me dejé arrastrar por esa sensación: ¿atravesábamos la tarde o la tarde nos atravesaba a nosotros? El río corría, el sol descendía y las campanas de Santa Trinita doblaban en la distancia. También pasaba —pasó— ese amor. El agua siguió su viaje y nosotros el nuestro. Y, sin embargo, cuando regreso a esa tarde en la memoria, aún escucho el eco de aquellas campanas.

Cuando miré el agua sentí que no había comienzo. Este río ya estaba antes de que yo lo mirara y seguirá después. Abrí mi cuaderno y escribí, casi sin pensarlo, un haiku:


Río sin origen,
fluye antes de mi mirada,
fluye después de mí.


Sentí entonces lo que Borges intuyó en sus poemas: el río como metáfora del tiempo, ese fluir que nos atraviesa y del que somos parte. En “Heráclito” escribe:

“¿Qué río es éste cuya fuente es inconcebible?
¿Qué río es éste
que arrastra mitologías y espadas?
Es inútil que duerma.
Corre en el sueño, en el desierto, en un sótano.
El río me arrebata y soy ese río.
De una materia deleznable fui hecho, de misterioso tiempo.

Acaso el manantial está en mí.
Acaso de mi sombra
surgen, fatales e ilusorios, los días.” 


Pienso entonces: si nadie baja dos veces al mismo río, nadie baja dos veces al mismo yo.

Este río que Borges me ofrece de nuevo no separa el agua que corre de quien lo contempla: el yo y el cauce comparten la misma corriente, ambos son flujo, ambos son todos. El río y el verso evocan al filósofo de Éfeso y se enlazan con el monismo borgeano. No lo vivo como una metáfora: es, para mí, ontología líquida.

En cada instante somos otros y somos los mismos. Como observa Alazraki, en Borges “el río es simultaneidad: el agua que fluye y el agua que permanece son la misma”, y en ese fluir continuo la literatura se convierte también en un río: uno que regresa cada vez distinto y, sin embargo, es el mismo.

En El inmortal, esa intuición alcanza su forma extrema: “postulado un plazo infinito, lo imposible es no componer la Odisea”. El río que otorga la inmortalidad no solo borra la muerte: borra las fronteras entre pasado y futuro, entre individuo y totalidad. El hombre que bebe de él ya no es alguien: es todos.

No hay relato lineal posible: el río no permite principio ni final. Cada gota recuerda a otra, cada reflejo repite la totalidad. Cuando pienso en los ríos de Borges —el de los Inmortales, el del Paraíso, el de los sueños que retornan— siento que estoy leyendo un mismo cauce enmascarado de nombres. En la corriente se diluyen las biografías y las cronologías: queda una sola sustancia en movimiento.

Tal vez por eso Borges vuelve una y otra vez al río: para escucharlo. El agua le devuelve la voz de todos los hombres, la de los muertos y los que aún no han nacido. En ese murmullo reconoce el pulso del universo: un hilo de agua que, al repetirse, revela su unidad.

Pienso ahora en el Arno de aquella tarde. Tan mío, tan nuestro, tan de otros. El agua que vi no es la misma que corre hoy, y sin embargo lo es. Ese doble movimiento —cambiar y permanecer— me revela lo que Borges vio en los ríos: una sola sustancia que se transforma sin cesar y que nos incluye. Por eso vuelvo a sus páginas: para escuchar en ellas el murmullo de ese mismo río que, de algún modo, nunca dejó de fluir.


Los dobles: el yo que se multiplica 

Suma de muchos que da uno


(Una voz)
¿Quién habla cuando digo “yo”?
(La otra voz)
El que escribe estas líneas.
(La primera)
¿Y quién las piensa?
(La otra)
El que las leerá mañana, en silencio.

Borges parecía intuir una aritmética secreta del ser: en sus páginas, el resultado de toda multiplicación es siempre uno. Cada desdoblamiento —cada doble, cada máscara, cada otro— no dispersa, sino que confirma la unidad. El yo se fragmenta solo para descubrir que todas sus variantes forman parte de una misma sustancia.

En Borges y yo (1960) abre esta grieta: “Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas”. El pronombre que parece definir separa; el verbo “ocurren” despoja. Ese “otro” que firma los libros y recibe homenajes no es el mismo que camina por Buenos Aires y gusta del sabor del café. Pero en el cierre del texto —ese golpe seco— la voz se funde: “No sé cuál de los dos escribe esta página”. La identidad no se resuelve: se diluye en una continuidad más amplia.

Coincido con Alazraki en que en Borges “la escisión del yo es la antesala de su disolución: no hay doble sin la intuición de una raíz común que lo contiene”. El doble es eco de una misma sustancia que se repite en múltiples formas. De ahí que Tema del traidor y del héroe (1944) explore la repetición histórica —un héroe que es también traidor, un traidor que es héroe— como variación de un único relato que retorna. La multiplicidad es aparente; lo real es la unidad que se reitera en distintas figuras.

El tema del doble fue una fascinación personal para Borges. Lo recorre en Borges y yo, El otro, Veinticinco de agosto, 1983 y en el prólogo al cuento de Papini sobre las dos imágenes en un estanque. En una entrevista lo confiesa sin rodeos:

“En cualquier momento puedo morir, puedo perderme en lo que no sé y sigo soñando con el doble. El fatigado tema que me dieron los espejos… y Stevenson.”


Y en otra ocasión:

“En los espejos está la idea del alter ego, del doble, de Pitágoras… Son manías de las que me he servido.”


Los dobles, en Borges, no son máscaras opuestas: son reflejos de una misma voz en habitaciones contiguas. En Everything and Nothing, Shakespeare se reconoce en todos los hombres que fue; en El inmortal, Cartaphilus descubre que es Homero y todos los nombres que habitaron su memoria. El monismo late en estas repeticiones: un solo hombre, múltiples biografías que, sumadas, vuelven siempre al uno.


(Las dos voces, a coro)
Si todos los hombres son uno, ¿cuál es el verdadero?
Si nadie es alguien, ¿a quién le pertenece esta página?


Los sueños: el mundo que sueña y es soñado

El sueño que sueña al mundo


No recuerdo cuándo empezó el sueño. Quizá siempre estuve en él. Desde que leo a Borges, los mundos se me confunden: la vigilia me parece tan real como el sueño. A veces pienso que el verdadero sueño ocurre cada vez que abro uno de sus libros. En su literatura, soñar no interrumpe la vigilia ni se aparta de la realidad: es su trama. En Las ruinas circulares, un hombre sueña a otro con tal precisión que ese sueño adquiere existencia propia; el soñado vive, actúa, ignora su origen. Al final, el soñador descubre que también él es soñado. La realidad se abre como una serie infinita de espejos: cada mundo es reflejo de otro mundo que lo sueña.

En Las ruinas circulares (1940), Borges condensa en dos frases una de sus intuiciones más vertiginosas:

“En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.” “Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.”

Esa disolución del límite recorre también sus espejos, sus ríos y sus dobles. En los sueños todo puede devenir cualquier cosa; el yo que sueña puede ser soñado por otro, y ese otro por otro más, en una sucesión interminable que nunca revela un origen. Esa estructura circular me resulta mucho más que un recurso narrativo: es una visión ontológica. Si todo es sueño, si cada sueño engendra otro, entonces no hay un punto de partida ni un yo que se sostenga fuera de esa trama. El soñador y el soñado participan de una misma esencia —o sustancia que el lenguaje determina como tiempo—, cambian de posición en un juego perpetuo, y la frontera entre vigilia y sueño, entre creador y criatura, se diluye hasta desaparecer. En ese vértigo, el mundo entero podría ser la ensoñación de alguien más, y nosotros —lectores, soñadores, soñados— formar parte de ese mismo sueño compartido: un único núcleo que adopta diversos rostros.

Este motivo reaparece en varios textos: en El otro, Borges se encuentra consigo mismo en un banco de Cambridge y se reconocen como dos y como uno; en La biblioteca de Babel (1941), el universo infinito de libros puede entenderse como un sueño colectivo que se sueña a sí mismo: “El universo (que otros llaman la Biblioteca)…” escribe Borges. No hay afuera: todo cabe en ese laberinto que, como el sueño, contiene la totalidad de los mundos posibles. Cada lector, cada sueño, cada página, es parte de la misma sustancia.

En Borges soñar puede ser una forma de abolir la frontera entre el yo y el mundo: “el soñador participa del sueño que lo sueña”, como recuerda Alazraki. Es un movimiento doble: el hombre imagina al universo y el universo imagina al hombre. Borges lo formula en Everything and Nothing con palabras de Dios: “Yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra”, y Shakespeare, a su vez, encarna todos los hombres que soñó y que lo soñaron.

Al recorrer estos textos en relecturas sucesivas comprendí que los sueños en Borges revelan una realidad incluso más intensa. Al soñar, el yo se disuelve y accede a la sustancia común que comparten dioses y hombres, vivos y muertos, vigilia y memoria.

En los sueños borgeanos, el monismo se vuelve experiencia: todos los hombres, todos los tiempos, un solo sueño.

La idea es siempre la misma: lo múltiple y lo uno son inseparables. Cada sueño multiplica las formas, pero todas remiten a una raíz común. Así, Borges hace de la ensoñación un espejo del monismo: si el mundo es sueño, es un sueño compartido, y el yo que sueña también es soñado por otro.

Recuerdo en lo que dijo en una conferencia: que quizá el mundo sea tan solo “el sueño de alguien más”. Borges no se limita a imaginarlo: escribe desde ese vértigo. Sus relatos nos invitan a sospechar que cada página que leemos, cada yo que creemos habitar, puede ser parte de otro sueño que todavía no hemos despertado.


Punto final

Cuando llegar es también el comienzo

Vuelvo a las primeras páginas que leí de Borges y me descubro distinto. En cada relectura reconozco que los espejos, los ríos, los dobles y los sueños nunca fueron recursos dispersos: eran variaciones de un mismo hilo, señales de una unidad que se insinuaba detrás de todo. Borges no argumenta esta certeza; la deja vibrar en sus imágenes, como si supiera que ninguna explicación puede abarcarla por completo.

En sus relatos y poemas el yo se dispersa en todas las máscaras: héroes y traidores, inmortales y soñadores, hombres que son todos los hombres. Incluso Dios, en estas páginas, se disuelve en el murmullo común de todos los nombres. El tiempo fluye en ríos que regresan a su cauce; las historias se repiten en infinitos reflejos; los sueños se sueñan entre sí. Todo —el hombre y el mundo, lo divino y lo humano— participa de una sola raíz.

Quizá por eso Borges nunca necesitó proclamar su filosofía: la cifró en símbolos que siguen hablándonos en silencio. Al volver a sus libros descubrimos que no leemos un texto ajeno, sino un espejo. En ese reflejo, algo del lector también se reconoce. Y tal vez ahí resida la permanencia de Borges: en la posibilidad de intuir, aunque sea por un instante, que somos parte de un solo sueño.

Ese hilo que recorre toda su obra —tan sutil como inevitable— cierra donde comenzó: en el asombro del lector que vuelve a abrir sus páginas y se descubre otro. Y, en ese descubrimiento, tú y yo, querido lector, también quedamos incluidos.

Y ahora, quién es el que lee estas líneas. 

Esteban Pinotti


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